Del tiempo y de los besos

No es besar lo que estremece sutilmente desde dentro, es conocer...

Conocer que el delirio en que te hallas sumergido sin que puedas evitarlo, ese calor que se agolpa en las mejillas, esos ojos chispeantes que reflejan otros ojos chispeantes que los miran y la extraña ligereza que te invade de repente mientras los párpados ceden al fin y se entornan, acabará en un beso, y ese beso en otro beso, y otro más...

Sí, en un beso largo, intenso, con sabor a caramelo y a bizcocho de canela y limón, con aroma de vainilla y de jazmín y el sonido de un susurro imperceptible que aprisiona los sentidos en un trance, embriagados de un placer incontenible que a pequeños sorbos va escapando entre los labios abrasados y fundidos, como el néctar apreciado de una fruta deliciosa.

Temblorosas, las manos, surgen lentamente igual que labios amorosos y acarician la piel que estremecida, sensible a todo, se deja hacer, se somete, al roce acompasado de ese tacto conocido pero nuevo en cada nuevo intento, en cada tiento que intensamente provoca, desea, persuade, incita... ahora mismo y desde siempre.

Y entonces, sólo entonces, te reirás del tiempo, reiréis los dos con suavizada sonrisa, sin molestar al silencio que os cuenta justo lo que estabais deseando escuchar, y os lo dice al oído, en la intimidad que os pertenece; reiréis al conocer que se os esfuma la vida cada instante salvo mientras vuestros labios permanezcan tiernamente confundidos en abrazo palpitante, rojo intenso, húmedo, candente, encendido; y ya no os importará que el reloj no cese en su andadura, no pare y descanse en su monótono camino circular, porque sabréis que su tic-tac, apremiante y rotundo, se hará mudo cada vez que vuestras almas, desnudas, apasionadas, cara a cara y en silencio prolongado, se entrelacen nuevamente en otro beso.

Un cronopio de tantos disfrazado de Elchiado.